viernes, 6 de mayo de 2011

El fogón prodigioso de la cocina arequipeña...


A propósito de los buñuelos: "que querís comer buñuelitos fritos envueltos en miel".

Juan Guillermo Carpio Muñoz, prolífico autor, reconocido arequipeñista (invitado en más de una oportunidad al programa de M. A. Denegri para hablar sobre Arequipa) nos ha permitido compartir algunos fragmentos de su discurso pronunciado la noche del miércoles 11 para presentar la obra de Antonio Ugarte y Chocano, cuyo título preside estas líneas. La obra fue patrocinada por la Corporación Backus.

Como hace varias décadas precisé: la culinaria arequipeña es una culinaria mestiza. De un mestizaje de mestizajes previos, pero de un mestizaje equilibrado entre lo indio o andino y lo hispano u occidental. En la olla mistiana se conjugan los más esplendorosos aportes alimenticios de nuestros abuelos indios: el camarón, el rocoto, el cochayuyo, la papa, el maíz, el cuy, la quinua, el chuño, el watacay, etc.; con los más importantes alimentos que trajeron aquí nuestros abuelos hispanos: la leche, el queso, el ajo, la cebolla, las carnes de vacuno, de porcino y de gallina y un sinfín de verduras y especias. Esta síntesis culinaria, es como nosotros mismos: de un mestizaje creativo que, sin renunciar a sus ancestros, los amalgama, combina y compone hasta lograr una sazón peculiar, propia, única.
¿Quiénes lograron esta sazón peculiar que nos deslumbra? Hay que rendirles tributo de admiración a las hacedoras de este milagro del gusto: a las mujeres que vivieron y viven al pie del Misti, que en forma anónima y en el paso silencioso de las generaciones fueron combinando, por ponerles solo un ejemplo, el agresivo picante del rocoto con el bálsamo gustativo del queso al horno, usando, como vasos comunicantes, a la carne y a la cebolla picadas y a la papa entera y nos regalaron uno de nuestros platos de bandera: el abracadabrante rocoto relleno.
Si religión es un conjunto de creencias y prácticas de veneración, con normas morales y prácticas rituales en torno a la divinidad, la culinaria arequipeña es una religión, practicada diaria y devotamente por miles de feligreses que tenemos una fe ciega en los destellos picantes de los rocotos y de nuestra incomparable cebolla morada; en el dulzor de la racacha, de los choclos caymeños y de la miel de chancaca; en la sápida distinción de la cecina guanea o guanay, del queso azangarino, del watacay refulgente y de la inconfundible papaya arequipeña; en los aromas del cedrón, el anisado, el adobo y el chicharrón, que como en sahumerio perfuman al vecindario y ponen en trance a los parroquianos y hasta al más recalcitrante de los ateos.
Donde la más solemne eucaristía la celebramos con la harina crepitada y aromatizada por el imprescindible ccapo (en los panes de trigo, de tres puntas, de cerveza, los bollitos, cachitos, marraquetas, galletas, y hasta en las morenas tactas) junto a la espumante chicha (la verdadera chicha arequipeña hecha del güiñapo de maíz negro de Socabaya, Characato o Mollebaya).
Nuestra culinaria tiene catedrales, iglesias y capillas (en que se invierte el orden de importancia, cuanto más grande e imponente es el templo o restaurante no pasa de ser una capilla y cuánto más pequeña y sencilla y hasta humilde es la picantería, a la hora de la degustación resulta siendo una catedral y hasta con plaza vaticana incluida): sacerdotes tenemos pocos, pero en “el suelo convertido en cielo”, florecen las más respetables sacerdotisas: amas de casa, cocineras y picanteras que, dada su mano bendita algunas veces sobrepasan la dignidad de obispos, arzobispos, cardenales y hasta de pontífices de la culinaria, especialmente cuando preparan —como se debe— un chupe de camarones que nosotros los agradecidos miembros de su grey saboreamos y analizamos, con todas nuestras entendederas despiertas, como si se tratara de entender y descifrar un misterio revelado con la sabiduría de una encíclica.
Concilios tenemos, cuando con los amigos o los familiares más cercanos nos reunimos en la mesa y la banca de palo´e sauce de nuestra picantería preferida, o alrededor de nuestra irremplazable mesa familiar.
Excomuniones, todavía no tenemos, pero las vamos a tener porque con el apoyo de ustedes me propongo combatir tanta apostasía, perjurio, desviaciones, engaños, contrabandos, equívocos y demás. El pueblo arequipeño tiene que arrojar a los mercaderes del templo de nuestra culinaria y en mí tendrá a su látigo para hacerlo. Y no se crea que exagero, básteme poner algunos ejemplos deplorables: no hay derecho que a los buñuelos ahora les llamen “picarones” (no éramos pícaros, ni limeños, los que de niños cantábamos el “Niño Manuelito: que querís comer buñuelitos fritos envueltos en miel”) y, peor, que los sirvan con una dudosa y rala miel hecha de azúcar y picardía y no de la chancaca (de Chucarapi, para más señas).
Muchos establecimientos hacen mal en ofrecer chicha de “jora”, nuestra chicha es de güiñapo, y aunque el güiñapo y la jora son similares, no son lo mismo (otro día les doy la receta de los dos) y, más criticable todavía, es que hagan la chicha tan rala que tienen que pintarla con betarraga o remolacha y echarle algo de azúcar para que sea dulcete y fermente.
Ahora nos sirven con el nombre de chicharrones, unos trozos de carne de cerdo hervidos en agua y, después fritos en aceites de dudosa procedencia, que no pueden tener, ni por asomo, el sabor de nuestros verdaderos chicharrones: cocinados a fuego lento de leña, en su propia grasa o manteca (y no me quiero poner exquisito para exigir que los chanchos se críen con maíz o frutas y verduras, porque de repente me quedo solito en el desierto). Ahora, hasta en los más empingorotados y caros restaurantes de comida típica se sirve el chupe de camarones sin huevo escalfado, ni caucau, y con amarretes porciones de queso y leche. ¡Los evangelios por los suelos!
En estos días se hace el estofado de cualquier corte de carne y de cualquier vinagre y no solo de estomaguillo y con el concho de la chicha que es vinagre de maíz, como debe ser.
Se hace —¡Ave María, purísima!— el rocoto relleno con carne molida y se lo sirve con pastel de papa y, —¡para más Inri!— con cualquier tipo de queso, cuando el catecismo (que algún día escribiré) manda hacerlo con carne picada, queso azangareño y una papa entera y con el copete de una lonja generosa de queso, horneada en la misma asadera de los rocotos de donde absorbe sus jugos sustanciosos. En nuestras narices están reemplazando la insuperable cebolla morada por la blanca, que puede ser muy fashion y pituca, pero que al momento del sabor no sabe a nada, o mejor: sabe a plástico.
“¡Ay, Señor de Viraco!” cómo permites que algunos arequipeños de ahora (y muchos turistas engañados por sus restauradores) coman solo la colita del camarón y no chupen su cabeza y entrañas y se pierdan ese tesoro gustativo y colorido que llamamos: coral. ¡Cómo permites que ahora se tome el caldo del adobo ayudándose ¡con cuchara! Y no remojando trozos de pan de tres puntas, manipulados con las manos. Y no sigo con las apostasías, para no cansarlos.
¡Algo tenemos que hacer!

Juan Guillermo Carpio Muñoz

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